sábado, 4 de marzo de 2017

Cuento: Una tortuga en el cementerio, por Carlos Figueroa

Tercer puesto en el concurso de cuentos: Juegos Florales UNFV 2016.

                                                                                                                                                                       
Dedicado a todos los hermanos y hermanas que son menores en la familia. En especial a la pequeña de mi hogar: Lucero Figueroa. 



Una tortuga en el cementerio 


Miguel y yo terminamos de almorzar a las cinco de la tarde. El tiempo estaba en nuestra contra. Cogí una botella con agua y me paré en el umbral de la puerta. 

- ¡Apura, hermano! El cementerio cierra su portón a las seis, le dije.

Miguel obedeció mi mandato y luego le echó llave a la puerta de la casa. Salimos de la quinta y abordamos el transporte público. 

- Utilizas el cepillo hasta en la nariz, le dije con una sonrisa burlona.

- Que vergüenza. Es tu culpa. Tienes tanta prisa que no me dejas ni mirarme al espejo, me respondió limpiándose la pasta dental.

- El reloj no espera ni regresa. Además, sabes que hoy más que nunca, debemos visitar a mamá.

- Sí, lo sé.

Difícil de comparar al cementerio Presbítero Matías Maestro. En él hay una pléyade de peruanos admirables. Me alegra mucho que mi madre pertenezca a este laberinto de curvas históricas.

En la puerta del cementerio nos abordaron varias vendedoras. Las floristas nos colocaban las flores en las narices. Miguel y yo, parecíamos congresistas; las vendedoras, reporteras.

Finalmente, nos decidimos en comprar claveles y gladiolos, una carta musical y dos globos que decían: “Feliz cumpleaños mamá”.
El guardia, delgado y ojeroso, nos abrió el portón del cementerio.

Entramos.

Quitamos las flores marchitas y el agua sucia de la jardinera. Colocamos los accesorios, el agua y las flores nuevas.

Frente al nicho de mamá, cantamos Las mañanitas, y el sol descendía molesto. Sabíamos que la canción no estaba acorde con el tiempo, pero a mamá le gustaba esa canción en sus cumpleaños. 

Terminamos de soltar nuestros gallos y luego comenzamos a orar.

- Acabo de ver a una señora que vende golosinas. Iré a comprar, me dijo mi hermano menor.

- Está bien, Miguel. Anda rápido, termino de rezar y nos vamos, le respondí.

Ya había terminado tres padres nuestro, cuatro ave María y dos credos, pero Miguel no volvía.

El cielo comenzó a pintarse de color noche y las nubes a moverse como el pincel de un pintor dadaísta. No esperé más y fui en busca de Miguel.

No había ningún alma, sin sentido figurado, y estaba oscuro en los pasadizos. Me paré en una piedra y comencé a gritar el nombre de mi hermano. Nadie me respondió. Me di cuenta que me encontraba lejos del portón y en un sector desconocido del cementerio.

Estaba frente a un mausoleo, cuando escuché, por atrás, un sonido de dolor. Volví las espaldas y me percaté que había un nicho vacío. Me acerqué al nicho, lentamente, y quedé como una estatua cuando dos ojos, iluminados, se posaban en los míos. Iba a correr como un guepardo, pero el ser extraño hizo notar su cola. Era un gato negro. Sentí un gran alivio al descubrir que no era un ser extraño y que yo transformado en guepardo, podía tener el festín asegurado.

Seguí en busca de Miguel. Las jardineras se movían al compás del fuerte viento y, en algunos pasadizos, se escuchaba Fur Elise de Beethoven.

A pesar de nuestra diferencia de edad, Miguel y yo éramos uña y mugre. 
Cuando yo estaba en quinto de media, Miguel recién entraba a la secundaria. Siempre lo defendía de los abusivos y le pagaba dinero para que transcriba las tareas en mis cuadernos.

Una gota cayó sobre mi mejilla. No era llanto, estaba garuando. Creció mi furia hacia Miguel y, mientras caminaba, me pregunté: ¿Miguel, por qué tienes las patas de tortuga?

Estaba perdido. Con cada paso que daba, sentía que me alejaba más del portón. Entré en desesperación y comencé a correr. La garúa se volvió intensa y, con una escalera echada, tropecé. 

Fui rodando hasta caer en un hueco de dos metros. Era una tumba en construcción. Me lastimé fuertemente la pierna derecha. Todo mi cuerpo estaba de lodo y casi encarcelado. Me dolía el cuerpo, pero tuve que abrir mis piernas y subir a paso de cangrejo. Caí dos veces, pero a la tercera logré salir de ahí.

Me sacudí la tierra del pantalón y la chaqueta. La garúa lavaba mi ropa. Empapado de agua seguí caminando y volví a decir: ¿Miguel, por qué tienes las patas de tortuga?

No llevaba reloj, pero calculaba que había pasado unas dos horas desde que estuve con Miguel. Caminaba y cada sector era una ciudad nueva. En una caja de cartón, encontré seis cachorritos. Cogí uno y comencé a acariciar su delicado cuerpo. 

No duró mucho tiempo mi cariño. La madre de la cría, que poseía en mis manos, se acercó y comenzó a ladrar. Salieron dos perros más. Luego tres. Cuando menos me lo esperé, una jauría me ladraba. A pesar del dolor en mi pierna, atiné a correr, y a esconderme detrás de un árbol frondoso. Por fin los perros se callaron y me fui lentamente.

Los perros eran una señal de que el portón principal estaba cerca. Una vez escuché a un cuartelero decir que los guardias no alojan lejos del portón del cementerio a sus animales. Era cierto. Pude ver las rejas del portón y una mano, desde afuera, que me hacía señas para que me acercara. 

Era mi hermano Miguel.

     - ¿Dónde diablos te metiste?, le dije a Miguel mientras el guardia abría el portón.

     -  Compré la galleta y cuando regresé no estabas, me respondió.

     -  No sabes la odisea que me has hecho pasar. ¡Ven aquí, maldito!

Definitivamente le di de coscorrones en ese momento, pero luego, con mi doble moral, lo abracé tiernamente. Me sentí aliviado de ver de nuevo a mi hermano.

      - ¿Miguel, por qué tienes las patas de tortuga?, le dije.

      -  Disculpa. Quizá sea porque mis piernas son pequeñas, pero déjame decirte que las tortugas no son ociosas. Ellas son cautelosas y perseverantes… Por favor, no sigas enojado conmigo, hermano. Te quiero mucho.


     -  Tus palabras me recuerdan a la fábula de La liebre y la tortuga. Carrera peculiar. En fin, vámonos de aquí. Necesito darme un baño y cambiarme de ropa urgente.

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